Tú, mujer

Tú, mujer, que cada noche vives un poco menos. Tú, que cada día sueñas con escapar de su puño de metal. Tú, que cada noche pruebas una y otra vez el frío y férreo sabor del fogón. Tú, mujer, que cada día derramas lágrimas de sangre e intentas evadirte de la realidad. Tú, que deseas cada minuto del día que le haya sucedido algo malo, que no regrese, y cuanto más tarda, ves el cielo cada vez más claro, a pesar de que anochezca.

Tú, mujer, que ya estás cansada de vivir. No. No te confundas. Estás cansada de vivir así, de vivir con miedo, ligada a su voluntad cuando por la noche regresa. Si él quiere, toca hacer el amor. Bueno, así lo llama él. Y si lo prefiere, de nuevo te resignas a sus golpes de puño, que más duelen porque le quieres que por el dolor físico. Al fin y al cabo, las heridas físicas se curan. Y si no, siempre se pueden ocultar con kilos de maquillaje, ¿verdad? Pero todo lo que te dice mientras te golpea no se borrará jamás. Ese maldito cobarde está grabando sus pensamientos de hombre ebrio y pordiosero en la mente de una mujer que triunfaría si lo desease, que podría sonreír una y otra vez al darse cuenta de lo maravilloso que es el amor.

Tú, mujer, ¡despierta! Abre los ojos, sal de esa pesadilla que te abraza una noche y otra también, un día tras otro, minuto tras minuto. Deja atrás ese miedo, sal corriendo, vuelve a sonreír, conoce un nuevo amor, ríe, ¡ríe!

Y si ves que eso no es suficiente, si corre tras de ti a buscarte y “pedirte perdón”, si te acosa, si te amenaza, no lo dudes… ¡AUTODEFENSA, MUJER!

Foto: «Cárcel», por Caótica

Te olvidaré

La melancolía y la nostalgia se han anclado en mi alma. Regresé al lugar. Tanto tiempo hacía que mis pies no pisaban el asfalto que aquella vez pisé contigo. Cada baldosa, cada local, cada pared, cada esquina… todo me recordaba a ti. Cerraba los ojos al caminar y recordaba. Tus caricias, tus besos, tus abrazos. Todo. Pero tú no estabas. No. Te habías esfumado. No te vi. Ni te sentí. Nada. Da igual. Supongo que da igual. Y si no lo da, lo dará.

Pero voy a olvidarlo. Créeme. Voy a olvidarlo todo. Ignoro si es de tu gusto o no, pero lo haré. Dime lo que quieras, no me afecta. Lo olvido. Conseguiré que la próxima vez que camine por esas aceras, entre en esos locales, no me acuerde de ti. Que una rosa me recuerde a tus labios, que en el negro de la noche se reflejen tus ojos… nada. Lo olvidaré.

Mas no es fácil, ¿sabes? Fuiste tú quien pobló mi alma de esperanzas. ¿Por qué no las destruyes con la misma rapidez con que nacieron? No. Eres un cobarde. No lo harás. Soy yo quien ha de salir de este agujero sola. Sí. La próxima vez que vaya allí, a la ciudad de la luz (de tu mirada), de la ternura (de tus manos), de la dulzura (de tus besos), no te recordaré. Serás un vano fantasma perdido en el pasado. No te veré. Y si te veo, haré como que no. No volveré a caer. Saldré. Te olvidaré. ¡Sí! Te olvidaré. Suena tan bien… Te olvidaré.

Foto: «Melancolía», por Caótica

Me voy

Navegando a la deriva, sin un rumbo fijo; izando las velas de mi barco para navegar eternamente, perdida en el mar del recuerdo. Si encontrara un triste islote donde atracar, si encontrara alguien dispuesto a ayudarme, a apoyarme e invitarme a navegar en su barco por otras aguas que no fueran tuyas…

Pero ya basta, se acabó, no puedo más. No me dices ese adiós definitivo que quiero escuchar, pero tampoco me dices que me quieres, lo cual también me gustaría escuchar. No dices nada. Así que se acabó. Soy yo quien se va. No sé adónde ni con quién, pero me voy. Me voy para no regresar. Me voy para no recordarte. Me voy para olvidar. Me voy para siempre. ¿Lo has oído? Para siempre. Siempre. No quiero volver a verte. No quiero volver a saber de ti en mucho tiempo. Quiero que la vida me dé una oportunidad, quiero seguir adelante.

Y no son réplicas, cariño, lo que te estoy diciendo. Ni con tono de enojo lo digo. No. Qué va. ¿Para qué, si no me escuchas? Sólo quiero que lo sepas. Que sepas que eres tú lo que quizá más he amado en mi vida, pero no puede ser. Lo dijiste tú. Sí. Ahora lo digo yo. Ni aunque quisieras de repente venir a mi lado, ni aunque me sujetaras fuerte del brazo para que no me vaya… Hagas lo que hagas, me voy.

¿Adónde? Adonde me lleve el viento. Subiré en mi barco. Sí, ese barco que construí con esperanza, valor y mucho amor. Ese barco que tú me ayudaste a crear. «Para navegar siempre en nuestro mar» dijiste. Ahora me voy en él. Yo. Sólo yo. Sola. Me voy. Me voy para no volver. Me adentraré en mares imposibles, atracaré en islas desiertas y soñaré contigo tan solo un minuto en todo el día, sentiré la brisa marina que me acaricia las mejillas suavemente, provocando en mí el resurgimiento de la esperanza. Saldrá el sol a la mañana, cuando despierte en la isla, y subiré de nuevo a mi barco. Navegaré para siempre. Sola. Siempre sola. Y dejaré que tu recuerdo se hunda en el olvido, y seguiré adelante, dejando atrás todo cuanto fuimos.

Foto: «Barco», por Caótica

Momentos

Cierro los ojos. Y otra vez. Revivo los momentos.

Nos encontramos. Te abrazo. ¡Tanto tiempo sin verte! Te presento a mis amigos. Ellos se adentran en una gran carpa. Yo te guío, y a tus amigos. Entramos. Mucha gente. Demasiada gente. Tú me agarras de la mano para no perderme. Pierdo a mis amigos. ¡Les pierdo! No sé dónde están. El alcohol ha provocado en mí una sensación un tanto extraña. Me siento ausente. No les veo. Pero me giro y estás tú. Y tus amigos. “Les he perdido” te digo. Sonríes. “No pasa nada” musitas, y me tocas el pelo.

Surge en vosotros el deseo de beber algo. Hay un puesto de kalimotxo cerca. “Yo voy” dices. Me agarras de nuevo de la mano y me llevas. Dos cachis. Dos enormes cachis con la marca de Coca Cola en el vaso de cartón. Aún lo recuerdo. Volvemos con tus amigos. Aparece entonces otra sustancia tan cercana a ti: el cannabis. Haces un porro en exclusiva para ti y para mí. Un detalle. Entonces aparece en mí un síntoma que se da siempre que bebo: demostrar mi afecto. Y tú no ibas a ser la excepción. Te abrazo entre palabras amistosas. Tú me correspondes y me besas el pelo. Y suspiras. Sí, suspiras. Y me besas el pelo. Lo siento. Sí. Y susurras: “Mi niña, mi niña guapa”. Sí. Yo cierro los ojos. Estoy tan bien entre tus brazos. Pero un grito fuerte- no sé de quién- me asusta y me devuelve a la realidad. Me aparto. Sonríes. Sonrío. Saco la cámara de fotos y ruego a un amigo tuyo que inmortalice ese momento. Lo hace.

Salimos todos afuera. Se escucha la música de la carpa. Miro a mi alrededor. ¡Estamos solos! ¿Y tus amigos? Se han esfumado. Sonrío y te abrazo de nuevo. Cierro los ojos. Ahora se está tan bien. Me apoyo sobre tu hombro, aún con los ojos cerrados. Los abro un poco. Veo tu boca. No te miro a los ojos, pero sé que me estás mirando. Vuelvo a cerrar los ojos y sonrío. Por fin, por fin. Me besas. Soy feliz. Lo soy. No hay nadie más. Nadie. Sólo suena Extremoduro de fondo. Pero nadie más. Nadie.

Adiós

Adiós. Adiós. Adiós. Una palabra que siento ahora mismo en mi interior. Una palabra que me aleja más de ti. Una palabra que, no obstante, aún no has pronunciado. Aún no he visto tus labios moverse al son de tan triste melodía, ADIÓS. Una palabra tan melancólica, tan indeseable. Pero, sin embargo, una palabra tan pronunciada, tan a menudo. Pero no, no es lo mismo. No es lo mismo escucharla de unos labios ajenos que de los tuyos. Esa palabra, adiós, susurrada por tu boca provocaría en mí otro torrente de agua salada, de lágrimas, de lágrimas con sangre, sangre de mi alma.

Pero, sin embargo, a veces deseo que me mires a los ojos y la pronuncies. Sí, lo deseo. Lo deseo porque si no lo haces mis sueños se aceleran de nuevo y deseo otra vez encontrarme entre tus brazos, dormida, y no despertar jamás. Pronúnciala. Quiero que la pronuncies. No, no quiero. No quiero. ¡Pero es tan difícil vivir así! Sin saber cuál es tu sentimiento hacia mí pero tampoco escuchar una palabra que me aleje de ti definitivamente. ¿Por qué no lo dices? También sabes que si todo ha sido mentira, debes decírmelo. Pero no lo haces. No haces nada. No me dices que me has engañado durante tanto tiempo, mas tampoco me dices «Adiós, olvídame». A veces lo deseo, juro por mi nombre que lo deseo.

«¡Es tan corto el amor y tan largo el olvido!» dijo un sabio poeta chileno. ¡Y qué gran verdad escapaba de su pluma y de sus labios! ¿Por qué? Dime adiós, dímelo. Te ruego que me lo digas. Es más fácil olvidar a una persona cuando, a pesar de haber poblado mi alma de esperanzas, tal y como las creó, las destruye. Dime «Adiós, pequeña. Olvídate de mí, no puede ser». Dime eso. Dímelo y podré continuar. Necesito escuchar de tus labios ese adiós definitivo, ese adiós decisivo, ese adiós que dé paso a una nueva etapa de mi vida, lejos de ti, de tus besos, tus caricias y tus palabras. Lejos, muy lejos. Dime adiós.

Foto: «De viaje», por Caótica

Contigo de la mano (a mis amigos)

Quiero sentir la brisa del viento acariciando mis mejillas; quiero correr con todas mis fuerzas contigo de la mano. Quiero lanzarme al mar y bucear entre las olas, beber el agua salada y dejarme caer de espaldas sobre una arena profunda y fina; quiero levantar los pies del suelo y dejarme llevar por el viento; quiero que él me arrastre hacia el horizonte, volando, contigo de la mano. Quiero sentir la libertad de no pensar en nada, de disfrutar volando; quiero no ver nada porque mi pelo me cubre la cara; quiero que luego me lo apartes con tus delicadas manos y así poder ver adónde me dirijo; quiero que me abras los ojos, que me ayudes a ver dónde nos lleva el viento, contigo de la mano.

¿Comer? Algún fruto mientras viajamos. ¿Beber? El agua salada del mar. ¿Dormir? Sobre una nube, observando el azul del cielo y mirando hacia abajo, reflexionando sobre el pasado del que nos alejamos, contigo de la mano. ¿Ver? Paisajes paradisíacos que tus palabras me describen, lugares ideales donde todo es perfecto y no te pierdo, donde el doloroso recuerdo no existe y sólo estamos tú y yo, dispuestos a saltar todos los obstáculos, a volar y a soñar con un mundo mejor, con nuestras vidas mejores, contigo de la mano.

Que el rugir de las olas nos despierte, que la suave brisa del sueño nos conduzca de nuevo a imaginar, que la lluvia nos despeje y nos devuelva a la realidad, para que el arcoiris posterior nos vuelva a hundir en el sueño profundo de ser felices. Y que el viento nos lleve consigo, que confiemos en él, que nos lleve adonde no podamos despertar jamás y seamos siempre felices y el sueño nos acurruque entre sus brazos… siempre contigo de la mano.

Que la distancia nunca nos separe; que nuestras almas siempre estén unidas; que cuando tu mente quede en blanco se acuerde de mí; que cuando yo muera tú me agarres la mano y no me sueltes; que cuando vuelva a revivir sea por ti, por el calor de tus abrazos; que cuando viva soñando con un cielo que es en verdad un infierno, tú me abras los ojos, apartando las nubes de algodón que yo veo y me muestres las terribles llamas del verdadero averno; que nunca te pierda y, sobre todo, que nunca me olvides.

Un callejón

Una calle estrecha, un callejón… sí, un callejón. Un callejón alumbrado por la oscuridad, protegido por la inseguridad y custodiado por el abandono. Un callejón en que reina la Soledad, y el Dolor, la Amargura y la Locura son fieles compañeros. Un callejón donde hay cielo si miro hacia arriba… mas es negro. La Luz no puede entrar, tiene prohibido el paso. Siempre que intenta colarse, siempre que intenta alcanzarme para llevarme consigo, el guardián del callejón, el Recuerdo, la detiene y se la lleva.

Nunca me atrevo a salir de mi pequeña habitación. Pero el otro día osé acercarme al guardián y hablar con él. Le pregunté qué hago aquí, por qué no puedo salir y quién puede liberarme. Él me miró enfadado y sus palabras se clavaron en mi memoria: «Muchacha, es la libertad tu mayor sueño, es la felicidad tu objetivo. Pero añoras el pasado, confías en su regreso». «¿Y qué?», dije yo, «¿quién puede sacarme de aquí? Es esto tan oscuro que ni mi alma se encuentra. Además, la Luz el paso prohibido tiene. ¿Cómo escaparé de las terribles garras del Recuerdo y la Añoranza, la Locura y la Soledad?». «Escapar no puedes, joven. Sólo alguien puede liberarte, pero está tan lejos que no creo que te oiga». «¡¿Quién?!» desesperada pregunté. «Se trata de alguien tan odiado y a la vez tan necesitado. Sólo puedes confiar en que se acerque a ti sigilosamente y te tienda la mano». «¡Tantas veces me han hecho eso! Desde que estoy aquí, la Locura, la Amargura, el Dolor… todos me han tendido la mano. Y a todos se la he entregado. ¿Cómo sabré quién es? ¿Y de quién se trata? ¿Tengo que gritar muy fuerte?».

«Es alguien a quien en pocas ocasiones es acertado acudir, mas en tu situación es la única esperanza. Sólo has de concentrarte, no pensar en mí, el Recuerdo; no amargarte, sonreír; y recuperar la cordura. Entonces, sin necesidad de gritar, él solo acudirá a tus brazos y te tenderá la mano. Cuando a entregársela vayas, y abras los ojos, verás que todo está iluminado, que la luz de nuevo brilla sobre ti. Él apenas necesitará tocarte. Tú sola, en tus pensamientos, lo habrás conseguido. Cuando él definitivamente te agarre de la mano, lo habrás logrado». Yo, aún más inquieta, pregunté: «Pero… ¿de quién se trata?». El Recuerdo me sonrió y solo dijo: «Dicen que se llama Olvido».


Foto:
«Adiós», por Caótica

Fuego

Una llama de fuego de un mechero. Una llama. Fuego. Un mechero. Fuego. Fuego. Fuego. Fuego que ahora mismo desaparece y reaparece. Una llama que hace arder todo lo que a ti me recuerda. Todas las palabras bonitas, todas las frases únicas, todos los besos que me has enviado «desde el exilio». Todos tus deseos de compartir una cama conmigo. Todos mis deseos de compartir una contigo. Todos mis sueños. Todas mis ilusiones. Una llama. Un mechero. Sólo eso. Una llama de un mechero está incitándome a escribir esto.

Una llama que está ardiendo en mi interior. Fuego. Fuego que devora mi corazón. Fuego que se abalanza sobre mis sentimientos. El mismo fuego que convierte en cenizas tus recuerdos, tus palabras, tus besos, tus promesas («Volveré»), mis deseos y todo lo que nos ha rodeado durante tanto tiempo. La amistad. Arde la amistad también en ese fuego. Arde. Desaparece. Veo cómo muere. Va consumiéndose. Todas las llamadas y conversaciones duraderas. Tan duraderas. Todas las palabras de apoyo, de ánimo. Todo arde.

Y arde también el amor. Sí, el amor. El amor que, al menos por mi parte, nació y permanece. Permíteme dudar si por la tuya también. Tengo la sensación de que sí. Pero no lo sé. Arde también el amor. Todas las frases bonitas, tuyas, todos los besos que me enviabas desde el exilio, todos los recuerdos, todos los besos soñados convertidos en realidad. Todos esos besos que ahora recuerdo se desvanecen en mi mente y una llamarada se apodera de ellos. Los derrite, los hace cenizas. Desaparecen. ¡No! Desaparecen. ¡No quiero! Desaparecen. ¡Quiero recordar algo tuyo! Desaparecen. No puedo hacer nada. Desaparecen. Arden. Una lágrima nace entre mis pestañas. Cierro los ojos. Se resbala por mi cara. Cierro los ojos. Imagino tu dedo deslizándose por mi mejilla, recogiendo esa lágrima. Lo imagino. Sí, lo imagino. Y otra lágrima persigue a su hermana mayor. Y otra. Y otra. Y un mar de lágrimas inunda mi cara. Tan grande se hace el mar. Se convierte en océano. Y a pesar de tanta agua, el fuego continúa. Tus recuerdos siguen muriendo, uno a uno. Cada instante vivido contigo, cada gesto, cada sonrisa, cada mirada, pero sobre todo cada beso, va muriendo. Muere.

Y sé que el fuego que me está liberando de ti sólo busca mi fortuna y no mi desgracia. Pero… Pero… No quiero. No quiero olvidarte. No quiero perderte. No quiero pensar lo que sé que tengo que pensar. No quiero. No quiero… Pero, sin embargo, las circunstancias son pedazos de leña que se lanzan al fuego. Le ayudan para que siga avanzando. ¿Por qué? ¿Por qué tú no haces nada? ¿Por qué? Yo sé que tú eres el único que puede detener este incendio. El más grande de toda mi vida. Sólo tú. Pero no lo harás. Sé que no lo harás. Dejarás que arda en el peor de los infiernos. Dejarás que sufra la peor de las torturas: ver cómo vas muriendo en mi mente, en mis recuerdos; ver cómo te desvaneces poco a poco con ayuda del fuego y del tiempo; ver cómo vas muriendo, sobre todo, en mi corazón.

Sí, me piensas

Cuando el azul del cielo se torna rojo, como tus labios. Cuando los pajarillos cesan su canto para ir a dormir, a tu cama. Cuando la noche se abalanza sobre mí para sumirme de nuevo en la soledad, en la oscuridad sin luz, en la tristeza sin lágrimas, en la locura sin razón. Entonces, apareces tú. Cierro los ojos. Tu sonrisa aparece en mi cabeza, tu mirada, tus besos… Es como si estuviera contigo, como si la luz de tu mirada iluminara mi oscuridad, mi soledad y mi locura. Es como si tus besos vinieran volando hasta mi boca, esperando una respuesta, un sólo movimiento. Es como si tu cuerpo ansiara tenerme a su lado, como si quisiera rozarme.

Mas abro los ojos y tú no estás, ni tus besos, ni tu cuerpo, ni tu mirada. Nada, no hay nada. Tan sólo mi habitación oscura, negra, negra desde que te fuiste, negra desde que tú no estás aquí, negra…

Cuando el primer rayo de luz que asesina a la madrugada penetra por mi ventana, yo muevo los ojos, molesta. Pero me resulta familiar. Es igual a la luz que tú antes desprendías sobre mí. Esa luz blanca que forma una silueta a lo lejos, en la oscuridad de la calle: tu silueta. Yo sonrío, mi corazón se acelera, mi sangre se altera y voy corriendo. Corro, y sigo corriendo. Te abrazo, pero me caigo al suelo. La realidad me despierta. ¡Cruel realidad! ¿Por qué los sueños no se cumplen? ¿Por qué si yo deseo ahora tenerte aquí no puede ser? ¿Por qué tengo que conformarme con tus recuerdos? ¿Por qué?

¿Por qué el negro de tus ojos no es igual que el negro de la oscuridad? No, no es igual. ¿Por qué? No lo sé. No puedo verte, pero sí sentir que me observas, que me miras, que me deseas, que me piensas aunque sea sólo un mísero minuto en todo el día. Sí, sé que me piensas. Como yo te pienso a ti. Como yo te deseo, sí, tú me piensas. Y si no lo haces, pensaré que sí, porque el dolor duele menos cuando una engaña a su propia alma. Sí, me piensas.

Foto: «Paz crepuscular», por Caótica

Yo no soy yo

La vida me ha pedido un cambio, dejar de ser yo empezando a ser tú. ¡Mas siendo tú continúo sin entenderte!: Mis días transcurren sin pensar en ti (mí).

No, no soy yo. Ahora soy mi sombra. Mi sombra es yo. Le regalo mi papel, mi rol en la sociedad, mi vida entera. Que sea ella quien la viva. Prefiero permanecer como ella, a la sombra de una imagen que es la real. Prefiero ser irreal, sí. O al menos encontrarme por detrás de ella. No mirar nunca a la luz a la cara. Aparecer tan sólo cuando el cuerpo se encuentra delante de la luz. Ahí estoy yo. Soy mi sombra. Oscura y difusa, soy yo.

Le regalo a mi sombra mis ilusiones. Quiero que sea yo. No quiero continuar mirando a la luz a los ojos. Es tan dañina, tan hipócrita, tan prometedora y farsante. Me promete la gloria sin dejar de sonreír.
Mas luego me veo sumida en la más profunda de las sombras. ¿Dónde está ahora la luz?, me pregunto. La luz se fugó, huyó de mí, de mis posibles réplicas. Pero no voy a hacerlo. Me encuentro tan herida que carezco de fuerzas para enfrentarme a ella. Pero no volveré a caer.

Por ello, hoy le regalo a mi sombra mi persona, y a cambio me sitúo en su lugar. Es más fácil vivir así: escondida, dormida, saliendo sólo cuando la luz se acerca, fiarse de ella pero nunca mirarla a los ojos. Y cuando ella desaparece, yo me escondo también. Sin sufrir, sin pensar, sin dolor.
Sí, está decidido. A partir de ahora, seré mi propia sombra. Ella será quien hable, ella será quien viva por mí. Yo, mientras tanto, dormiré tranquila, y soñaré con esos cielos imposibles de lograr, con esa luz verdadera inexistente, con dejar de tratar con la luz falsa y mentirosa, con llegar a los cielos de alegría e ilusión, sin recibir después dolor, angustia, amargura y desconsuelo.

Sombra, soy tuya. Sé yo de la mejor forma que puedas. Yo seré tú sin discutir ni dudar un sólo segundo. Viviré para siempre en esos cielos tranquilos y verdaderos… aunque sepa con certeza que no existen.

Foto: «Reflejo», por Caótica

Periodista y escritora