Una llama de fuego de un mechero. Una llama. Fuego. Un mechero. Fuego. Fuego. Fuego. Fuego que ahora mismo desaparece y reaparece. Una llama que hace arder todo lo que a ti me recuerda. Todas las palabras bonitas, todas las frases únicas, todos los besos que me has enviado «desde el exilio». Todos tus deseos de compartir una cama conmigo. Todos mis deseos de compartir una contigo. Todos mis sueños. Todas mis ilusiones. Una llama. Un mechero. Sólo eso. Una llama de un mechero está incitándome a escribir esto.
Una llama que está ardiendo en mi interior. Fuego. Fuego que devora mi corazón. Fuego que se abalanza sobre mis sentimientos. El mismo fuego que convierte en cenizas tus recuerdos, tus palabras, tus besos, tus promesas («Volveré»), mis deseos y todo lo que nos ha rodeado durante tanto tiempo. La amistad. Arde la amistad también en ese fuego. Arde. Desaparece. Veo cómo muere. Va consumiéndose. Todas las llamadas y conversaciones duraderas. Tan duraderas. Todas las palabras de apoyo, de ánimo. Todo arde.
Y arde también el amor. Sí, el amor. El amor que, al menos por mi parte, nació y permanece. Permíteme dudar si por la tuya también. Tengo la sensación de que sí. Pero no lo sé. Arde también el amor. Todas las frases bonitas, tuyas, todos los besos que me enviabas desde el exilio, todos los recuerdos, todos los besos soñados convertidos en realidad. Todos esos besos que ahora recuerdo se desvanecen en mi mente y una llamarada se apodera de ellos. Los derrite, los hace cenizas. Desaparecen. ¡No! Desaparecen. ¡No quiero! Desaparecen. ¡Quiero recordar algo tuyo! Desaparecen. No puedo hacer nada. Desaparecen. Arden. Una lágrima nace entre mis pestañas. Cierro los ojos. Se resbala por mi cara. Cierro los ojos. Imagino tu dedo deslizándose por mi mejilla, recogiendo esa lágrima. Lo imagino. Sí, lo imagino. Y otra lágrima persigue a su hermana mayor. Y otra. Y otra. Y un mar de lágrimas inunda mi cara. Tan grande se hace el mar. Se convierte en océano. Y a pesar de tanta agua, el fuego continúa. Tus recuerdos siguen muriendo, uno a uno. Cada instante vivido contigo, cada gesto, cada sonrisa, cada mirada, pero sobre todo cada beso, va muriendo. Muere.
Y sé que el fuego que me está liberando de ti sólo busca mi fortuna y no mi desgracia. Pero… Pero… No quiero. No quiero olvidarte. No quiero perderte. No quiero pensar lo que sé que tengo que pensar. No quiero. No quiero… Pero, sin embargo, las circunstancias son pedazos de leña que se lanzan al fuego. Le ayudan para que siga avanzando. ¿Por qué? ¿Por qué tú no haces nada? ¿Por qué? Yo sé que tú eres el único que puede detener este incendio. El más grande de toda mi vida. Sólo tú. Pero no lo harás. Sé que no lo harás. Dejarás que arda en el peor de los infiernos. Dejarás que sufra la peor de las torturas: ver cómo vas muriendo en mi mente, en mis recuerdos; ver cómo te desvaneces poco a poco con ayuda del fuego y del tiempo; ver cómo vas muriendo, sobre todo, en mi corazón.