Cuando el azul del cielo se torna rojo, como tus labios. Cuando los pajarillos cesan su canto para ir a dormir, a tu cama. Cuando la noche se abalanza sobre mí para sumirme de nuevo en la soledad, en la oscuridad sin luz, en la tristeza sin lágrimas, en la locura sin razón. Entonces, apareces tú. Cierro los ojos. Tu sonrisa aparece en mi cabeza, tu mirada, tus besos… Es como si estuviera contigo, como si la luz de tu mirada iluminara mi oscuridad, mi soledad y mi locura. Es como si tus besos vinieran volando hasta mi boca, esperando una respuesta, un sólo movimiento. Es como si tu cuerpo ansiara tenerme a su lado, como si quisiera rozarme.
Mas abro los ojos y tú no estás, ni tus besos, ni tu cuerpo, ni tu mirada. Nada, no hay nada. Tan sólo mi habitación oscura, negra, negra desde que te fuiste, negra desde que tú no estás aquí, negra…
Cuando el primer rayo de luz que asesina a la madrugada penetra por mi ventana, yo muevo los ojos, molesta. Pero me resulta familiar. Es igual a la luz que tú antes desprendías sobre mí. Esa luz blanca que forma una silueta a lo lejos, en la oscuridad de la calle: tu silueta. Yo sonrío, mi corazón se acelera, mi sangre se altera y voy corriendo. Corro, y sigo corriendo. Te abrazo, pero me caigo al suelo. La realidad me despierta. ¡Cruel realidad! ¿Por qué los sueños no se cumplen? ¿Por qué si yo deseo ahora tenerte aquí no puede ser? ¿Por qué tengo que conformarme con tus recuerdos? ¿Por qué?
¿Por qué el negro de tus ojos no es igual que el negro de la oscuridad? No, no es igual. ¿Por qué? No lo sé. No puedo verte, pero sí sentir que me observas, que me miras, que me deseas, que me piensas aunque sea sólo un mísero minuto en todo el día. Sí, sé que me piensas. Como yo te pienso a ti. Como yo te deseo, sí, tú me piensas. Y si no lo haces, pensaré que sí, porque el dolor duele menos cuando una engaña a su propia alma. Sí, me piensas.
Foto: «Paz crepuscular», por Caótica