nadia murad

Como ocurre con cualquier otra creencia, ni el islam como religión ni el islamismo como ideología deben pasar por encima de los derechos de las mujeres ni de la infancia bajo ningún concepto.

A principios de noviembre, la canadiense Tanya Lee, fundadora del club de lectura A Room of Your Own —en referencia a Una habitación propia, de Virginia Woolf—, denunció que el consejo escolar de Toronto, que controla el sistema educativo público de la ciudad, vetó la presentación de dos libros que había programado. Uno de ellos, Yo seré la última: Historia de mi cautiverio y mi lucha contra el Estado Islámico, de la activista iraquí Nadia Murad. Para su sorpresa, las razones del consejo escolar eran que «no les gustó el título», temían que pudiera «fomentar la islamofobia» y resultar «ofensivo». Lee consideró la decisión «lamentable» y tuvo que explicar al consejo que el Daesh (Estado Islámico) es «una organización terrorista que ha matado a miles de musulmanes que todo el mundo debería conocer». Fue en vano.

Pero Lee, lejos de rendirse, decidió seguir luchando para presentarlo. Así, en febrero se llevarán a cabo una serie de eventos durante cuatro días que culminarán con la presentación del libro de Murad el 22 de febrero, el Día Nacional contra el Tráfico de Personas en Canadá, con la presencia de la autora. Aunque se celebrará igualmente, es destacable que el consejo escolar, lejos de claudicar ante la polémica, haya retirado también su apoyo en esta ocasión.

El pasado de Nadia

Nadia Murad nació en 1993 en el seno de una familia perteneciente a la minoría étnica religiosa yazidí en Kocho (Irak). En 2014, con apenas 21 años, fue secuestrada por el Daesh y convertida en esclava sexual durante uno de los múltiples ataques de la organización terrorista a las minorías. Entre otras cosas, fue violada, golpeada y quemada con cigarrillos. Tras tres meses de cautiverio, cuando su captor se dejó la cerradura de la casa abierta, Nadia pudo escapar y unos vecinos la ayudaron a salir del área controlada por el grupo terrorista. Consiguió llegar a un campamento de refugiados en Duhok, al norte de Irak. En 2015 pudo beneficiarse del programa de refugiados del Gobierno de Baden-Württemberg, en Alemania, que dio hogar a 1.000 mujeres y menores.

Poco a poco, su activismo la fue llevando a denunciar públicamente el tráfico de personas y la esclavitud sexual de mujeres y niñas, así como a concienciar sobre la situación de las personas refugiadas. Desde 2016 es embajadora de buena voluntad de la ONU y ha recibido varios premios, como el Sájarov en 2016, otorgado por el Parlamento Europeo, y también el Premio Nobel de la Paz en 2018, junto al cirujano congoleño Denis Mukwege. El argumento del comité noruego fue que Mukwege «ha dedicado su vida a defender a las víctimas de violencia sexual en tiempos de guerra» y Murad «es la testigo que cuenta los abusos perpetrados contra ella y contra otros».

La islamofobia como argumento para todo

Resulta desconcertante que un consejo escolar considere «islamófobo» el diario de una víctima de violencia sexual por parte de un grupo terrorista, cuando precisamente lo necesario es dejar claro que una creencia personal no está automáticamente vinculada al terrorismo. Es decir, contrariamente a lo que desean, aquellos que se llenan la boca con la palabra «islamofobia» en casos en los que simplemente se están poniendo de manifiesto violaciones de derechos humanos demuestran que el islamismo es precisamente una violación de derechos humanos.

Es importante diferenciar entre islamismo e islam. Lo primero es la ideología política que utiliza lo segundo —la religión— como base y pretexto, como suele ser habitual. Las creencias personales de cada uno deben ser respetadas siempre y cuando no choquen con la libertad de otras personas. Esto se ha de aplicar por igual a todas las religiones. No se puede tolerar que alguien denuncie públicamente la opresión hacia las mujeres en contextos islámicos por parte de esa ideología reaccionaria —como hacen cada vez más mujeres que los han sufrido de cerca— y se las tache de «islamófobas», pero, si lo hacen con el cristianismo, sean «luchadoras feministas laicas». Esto también está ocurriendo en Europa y cada vez más en España. Como ocurre con cualquier otra creencia —y se critica pública y abiertamente—, ni el islam como religión ni el islamismo como ideología deben pasar por encima de los derechos de las mujeres ni de la infancia bajo ningún concepto.

No se puede tolerar que víctimas del Daesh como Nadia Murad —y muchas otras anónimas— tengan que sufrir una doble violencia y ser revictimizadas porque las autoridades de países que se dicen laicos o aconfesionales y defensores de los derechos humanos consideran que denunciar esos crímenes puede «herir sensibilidades». Las únicas sensibilidades que puede herir son las de los perpetradores. Y, si alguien se siente ofendido por denunciar violaciones, esclavitud sexual y opresión, es porque en el fondo también defiende esas prácticas.

Artículo original en Nueva Revolución el 13/12/2021, como parte de la sección 30 días, 30 voces.