Tus ojos deseaban mis labios. Los míos, tus abrazos. Pero no pasó nada. Tus manos tocaban mi pelo. Las mías, tu barba. Pero no pasó nada.
No tenía yo esperanzas de pasar por todo lo que pasé. Pero aun así faltó algo para que la perfección pudiera ser.
Te noté distante, lejano. Me rehuías. Pero me mirabas. Y cada vez que lo hacías, mis ojos buscaban refugio en cualquier otro lugar. Me dabas miedo. Porque es tan transparente tu mirada… Veo tu alma, y no quiero. Y tú me rehuías porque también me temías.
Te noté distante. Faltaba la química entre nosotros. Y eso me dolió. Nosotros, que siempre nos compenetramos tan bien. Nosotros, que con tan solo una mirada entendemos lo que debemos hacer. Fue lo que pasó ayer: yo veía en tu mirada lo mismo que la otra vez. Pero también había pena. Mucha pena. Estabas triste. Y, por ello, yo contigo. Algo decía en tus ojos que no debía pasar. Y no debió pasar.
Y cada vez que pienso que me queda todo un año para volver a tener la ocasión de coincidir, se me desgarra el corazón y se me queda en un puño, sin apenas aire para respirar. Y otra vez veo aquel horizonte en que te alejas para quién sabe si luego regresar.
Pese a todo he de decir que fue una noche increíble. Lo pasé como hace mucho tiempo y, las veces que no te miraba (que eran pocas, y me transmitías tu tristeza), era feliz. El ambiente fue perfecto. Todo era perfecto. Y al menos te vi. Esa era mi esperanza antes de venir. Ese, al menos, era mi fin.