La Transición del olvido

Carcas. Buscadores de huesos. Interesados de las subvenciones. Son muchos los insultos y ataques que las víctimas del franquismo han tenido que escuchar a lo largo de los años. Y esto solo desde que decidieron hablar. Porque si hay una palabra que defina el dolor de estas víctimas y su presencia en la sociedad es SILENCIO. Las obligaron a callar durante cuarenta años y durante otros treinta la justicia no estuvo de su lado. Aun a día de hoy, deben escuchar cómo líderes y seguidores de determinados partidos políticos, aún vinculados al franquismo, les insultan, sin llegarles siquiera a la suela de los zapatos en lo que a dignidad se refiere.

Cuando se cumplen 80 años desde el final de la guerra civil, nuestra sociedad se divide, por un lado, entre quienes creen que es mejor pasar de largo sin cerrar heridas, dejando abandonados miles de cuerpos en cunetas sin resarcir a las víctimas y, por supuesto, obviando que se trata de crímenes de lesa humanidad, que jamás prescriben. Por otro, se encuentran las víctimas y quienes no tienen víctimas en su familia pero se solidarizan con los valores de justicia y reparación que son fundamentales para pasar página en cualquier lugar y en cualquier momento de la historia.

Pero lo que resulta más grave es que las nuevas generaciones hemos crecido sin saber en realidad qué ocurrió en la no tan modélica Transición. Nos contaron —cuando nos lo contaron— que la Ley de Amnistía de 1977 liberó a todas las personas que estaban presas por razones políticas, pero no nos contaron que también se amnistió a los criminales, a los genocidas. Quienes lo hemos aprendido, ha sido posteriormente y motu proprio. Digo “cuando nos lo contaron” porque en todos los cursos en los que se estudia Historia de España casualmente hay mucho tiempo para aprenderse de memoria la vida y obra de Carlos I, Felipe II o Carlos III, pero nunca da tiempo a estudiar la Transición en condiciones. O quizá no existe interés en que sea así. Recuerdo estudiar esta etapa como una victoria de la democracia, como el fin del franquismo. Ahora sabemos que no.

Tanto la imposibilidad de juzgar los crímenes de la dictadura como las recientes noticias de las cloacas de Interior o la negativa de dirigentes políticos a condenar el régimen tienen su raíz en lo mismo: una dictadura que, recordemos, no fue destruida. Nadie acabó con la dictadura; “murió” cuando murió Franco, y todo fue tal y como él había estipulado, empezando por el jefe del Estado y siguiendo con todos aquellos policías, jueces y políticos que continuaron ocupando sus cargos como si nada hubiera pasado y sin ningún impedimento. Y así estamos como estamos a día de hoy: con una sociedad dividida a pesar de los años y por ese empeño en olvidar y no en recordar, como toda sociedad que se precie debe hacer con sus víctimas; con un genocida enterrado con honores en un monumento financiado con dinero público, que recibe visitas y homenajes, y en el que siguen enterradas muchas víctimas que trabajaron como esclavas en su construcción y “reposan” muy cerca de su verdugo; con un jefe de Estado heredero del heredero directo del franquismo y sin posibilidad de ser elegido; con una Fundación Francisco Franco que nadie considera ilegal ni se plantea su desaparición a pesar de su ilegitimidad obvia dentro de un país que se considere democrático; y con partidos políticos abiertamente ultraderechistas que quieren rescatar de las cloacas lo que lleva hibernando cuarenta años y sin apenas resistencia.

La Transición no acabó con el franquismo, solo lo cubrió con una falsa democracia y, contrariamente a lo que se esperaría de una verdadera, lo blindó. El rechazo de PP, PSOE y Ciudadanos a derogar la Ley de Amnistía para permitir juzgar los crímenes de la dictadura y las torturas, las cloacas de Interior contra partidos políticos legítimos y legales, las trabas administrativas y políticas que las familias de personas desaparecidas todavía se encuentran… Todo eso viene de lo mismo, de un franquismo que nunca se cortó de raíz.